sábado, 21 de septiembre de 2013

Perspectiva


A veces uno se desconecta de partes de su vida, sin reparar en la pérdida.  Aun cuando los amigos sigan siendo los mismos, la ciudad, el lugar en el que se vive.  Todo termina siendo como una ínsula, una especie de espacio en donde la estabilidad es permanente.  Puede ser no tomarse un café a la misma hora, no contar con el azúcar que inspira una conversación sobre las propiedades mismas del café.  Puede ser no volver a usar el mismo ordenador y volver a los cuadernos, al lápiz y al sacapuntas, con esa nostalgia por las cosas del ayer.  Quizás también pueda ser evitar una calle o un bar, evitarlos sin proponérselo, por el solo gusto de usar otros lugares comunes, de resaltar páginas, colores, versos.  Hacer de la vida una forma misteriosa de juego en donde se toma y se deja objetivamente algo, sin pensar en el placer o displacer que produce.  Es muy extraño porque hay zonas donde las horas no se integran con nada, donde el amor es un sutil pasajero que convive con el demonio de la improvisación.  Hay veces que el acceso a los lugares comunes deja de ser común y se convierte en una sombra, panorámica de lo que está por venir.  Incluso, en donde la pérdida de lo acumulado - cultural se va defiriendo extática hacia otros lugares, otras instancias, me refiero a los libros o a la música, por tener esa concreta facultad de trasladar el alma por vericuetos, umbrales y viejos zaguanes de distorsión desvelada.  Para eso queda solo fumarse un cigarro, si aún se fuma, tomarse un buen chocolate de tres de la mañana, o uno de esos licores inolvidables que lo devuelven a uno a los primeros principios, para descubrir que la mayor parte de los asuntos perversos que desvelan la vida no eran más que enarmonía, así no lo queramos reconocer y nos engañemos con alguno de esos efectos que hacen que la luna se vea diferente y que hasta hable con uno sin que se sea poeta o novelista.   Siempre los lugares y las personas son comunes, siempre hay pérdida aun cuando la enarmonía ronda por todas partes en nuestro jardín de florecitas kantianas.  Ese es el guiño con que nos devuelven a casa desde la escuela para desafiar la realidad, así era, con mis cuadernos de matemáticas, de geometría, de cálculo.  El desafío de lo que no tiene amo ni prueba ni dueño.  El desafío de las circunstancias en tiempos de ineluctable evasión.  

martes, 27 de agosto de 2013

A propósito de la Feria del Libro

En la UNAB estámos con feria del libro. Son sólo cortos seis días para mirar libros, acogerlos o dejarlos. A mí me da risa ese afán de bibliófilo porque siento que hay más por leer que vida, y que la vida siempre estará en deuda con muchos autores queridos y con las buenas intenciones de lectura.


Ahora que el buen médico rural de "El Maleficio" de Broch ha inundado mis noches con sus caminatas por el Kuppron nevado, mientras ese pueblo de campesinos en el que vive (los de arriba de la montaña y los de abajo) se va llenando de odios por la llegada de la exclusión con aliento de nazismo, él me va contando su vieja historia de amor y los afanes de la medicina rural, sus miedos de viejo y los encantos de una montaña mágica a la que se quiere robar la minería. Ahora que él me acompaña y que me mira, recuerdo que tengo en la espera varios libros de Iréne Némirovski que me regaló Anita, algunos de Pamuk, las Benévolas de Littell, los cuatro tomos de las Historias de Jacob de Thomas Mann, algunos textos de José Revueltas, y las relecturas de muchos otros, tantos, que me afana que no quede vida para alcanzar a leerlos y además salir a la calle y hablar con los amigos.

De hecho he fantaseado varias veces en mundos de extraordinaria fantasía, despierto o dormido, al escribir mis cuentos y novelas, al hablar con Alejandra Vidal Olmos o con Genoveva Alcócer, con Sofía y Víctor Hughes, al disputar teorías mientras bebo algo de vino con Álvaro de Campos o con Ricardo Reis mientras tratamos de burlar las solapadas intensiones de nuestro amigo Pessoa que se encierra cada noche a escribir sus poemas. La otra noche estuve en las tertulias que armaba el polemista Papini y me dediqué a leer los diarios de George Sand y descubrir las angustias de Katherine Mansfield y de Alejandra Pizarnik.

 Que buenos ratos me ha dado la literatura y su expresión: los libros. Qué sería de mí sin su perturbación, sin que los ríos de tanta palabra escrita inundaran mis días. Literatura, libros y música, quisiera fueran el legado para mis dos hijas. ¿Para qué más en un mundo cosificado y corrupto? ¿Para qué más que las ideas y los sueños? ¿Para qué más que su entramado poema que es la música?


Por eso esos escasos seis días de libros, de conocer escritores y de oir como luchan con sus fantasmas mientras descubren la magia de la tinta y del papel, resultan tímidos pasos para un lector que se aprovecha de todo lo que se deja leer y disfruta vivo en lo que escribe sobre ello. Bienvenida la feria.

martes, 12 de marzo de 2013

Destino, intensidad y autoflagelación... Lo que me trae música para camaleones.

Me había quedado mirando la cara de Truman Capote por un rato, de rostro sonriente de desafío y de satisfacción vivida, y a la vez mostrando en sus ojos, cansancio. ¿Cansancio de qué?, ¿de la intensidad? Creo que a Calvino le faltó, justamente, en sus propuestas para el nuevo milenio, hablar de la intensidad. La intensidad [grado de energía de un agente natural o mecánico, de una cualidad, de una expresión, etc., (...) Vehemencia de los afectos del ánimo, según el Diccionario de la Lengua Española. Real Academia de la Lengua], hoy aplicada a las relaciones adolescentes no es más que un furor obsesivo por el otro que fragmenta, justamente, esa separación ya dada por la naturaleza y que por el amor parece irrompible, única. Intensidad es la permanencia asidua en el tiempo, como una constante irremisible, que se prolonga como un beso al último, justo antes de salir corriendo por el temor de enfrentarse a lo que no está dado. ¿Es intensidad la autoflagelación [self - flagelation] de la que habla Capote al inicio de Música para Camaleones? ¿Es intensidad la de Omar Kheyyan? ¿La de Oliveira, o la de Talita? ¿La de Martín por amar desmesuradamente a Alejandra Vidal Olmos? Luego de la introducción de Capote, dos o tres páginas adelante [lo había leído en inglés primero, en su versión original; ahora leía Música para Camaleones en español], esa mujer alta y esbelta, se ha sentado en la silla del piano, en su salón grande, que pudo ser uno de los salones de la casa de mis padres, a tocar el piano y a convencer a Capote del gusto de las iguanas por la música. Las veo venir, y yo mismo soy Truman el observador del instante, ellas se acercan al ritmo continuo de la melodía, se amontonan y hacen un gorjeo particular, tarareando un poco quedas, un tanto roncas, la melodía. Es la realidad que se aparece como le viene en gana... Como si fuera un engaño óptico. Alguna vez le oí a un amigo hablar del problema óptico de los impresionistas: lo que parecía una técnica en ellos era en realidad para él un problema de foco, decía. Me reí por un rato y me quedé pensando en el famélico dibujo de los personajes de Schiele, o en el autorretrato de Gauguín, tan diferente, tan vivo y tan trágico, al retrato original del ser llamado Gauguín [así se veía el artista, otro era su rostro]. Igual que Leonardo, mil hombres en uno, enarmonía distante, pero empotrada en el alma. No creo que se requieran demasiados intentos para lograr que el compromiso con los sueños se realice. Ni que sea indispensable regalar la vida a una causa. No somos tanto, sin embargo lo hacemos. He recordado ahora, que hace casi ocho días, faltan unas cuantas horas, me embriagaron sus ojos y que hace menos días, esos ojos y su mirada me llevaron a asumir un reto que me ha abierto el horizonte, cargado de iguanas que tararean los sonidos del piano que esa mujer [...alta y esbelta, quizá de unos setenta años, pelo plateado y soigné, ni negra ni blanca, del color oro pálido del ron] piano que toca, muy solemne, sin mirarme al rostro. ¿Una forma de seducción? No me refiero ni al sexo, ni a la mirada perdida, ni siquiera al ronronear de las iguanas, sino al hecho mismo de la imagen, seducción por la vida, por recrear las instancias del tiempo, por penetrar en lo que parece insondable y a la vez perdido, como puede ser el paso del tiempo de lado de la inamovilidad de los arquetipos platónicos, al lado, justo al lado, de la opción de nadar al alba, de leer los poemas de Horacio, de descubrir la conjugación de destinos en la obra de Li Po, de coincidir en la misma hora, en el mismo lugar y hasta con la misma gente de la misma fiesta, y entre ellos con la mujer que se ama y que hasta ahora tan solo es una sombra en medio de una conversación que todo lo evoca por la atracción que se siente, sin razón aparente alguna. Eso es quizás la intensidad, esa particular vehemencia de la causalidad, que pone a dos en el mismo lugar para hablar mientras ella, la causalidad, se ríe de sus destinos.